María, Reina y Madre de la Iglesia: La caridad como ley suprema
Hoy la Iglesia celebra a la Bienaventurada Virgen María, Reina, memoria instituida por el Papa Pío XII en 1954 y confirmada en la reforma litúrgica posterior al Concilio Vaticano II. Esta fiesta prolonga el misterio de la Asunción, recordándonos que la que fue elevada al cielo en cuerpo y alma es también coronada por su Hijo como Reina y Madre de todo lo creado. No se trata de un título mundano, sino de la participación plena en la gloria de Cristo, Rey del universo (cf. Ap 12,1; LG 59).
La liturgia de hoy nos invita a contemplar, a través de las lecturas, cómo el amor fiel y la entrega total —que María vivió en plenitud— constituyen el camino hacia la realeza que no domina, sino que sirve.
La fidelidad de Rut: un reflejo de María (Rut 1,1.3-6.14-16.22)
El libro de Rut nos presenta a una mujer extranjera que, tras la muerte de su esposo, elige permanecer al lado de Noemí, su suegra, con una expresión que ha quedado como himno de fidelidad: “Donde tú vayas iré yo, donde tú vivas viviré, tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios” (Rut 1,16). Rut encarna la decisión libre de amar hasta el extremo, incluso en la adversidad.
En María encontramos esta misma fidelidad llevada a plenitud: en Nazaret, con su sí incondicional; en Belén, aceptando la pobreza; en Nazaret, en la vida escondida; en el Calvario, permaneciendo al pie de la cruz. Por eso la Iglesia ve en Rut una figura que anticipa la entrega total de la Madre del Señor.
El canto de alabanza: vivir en acción de gracias (Salmo 145)
El salmo responsorial nos invita a proclamar: “Alabaré al Señor toda mi vida”. La Virgen María es maestra en esta actitud de alabanza continua: su Magníficat (Lc 1,46-55) es un eco eterno de gratitud por las maravillas de Dios. Ella nos enseña que, incluso en las pruebas, el corazón que se abre a la alabanza encuentra fortaleza y alegría.
El mandamiento mayor: el amor como corona (Mt 22,34-40)
En el Evangelio, Jesús responde a los fariseos indicando cuál es el mandamiento principal: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente… y a tu prójimo como a ti mismo”. Esta síntesis de la Ley y los Profetas encuentra en María su máxima encarnación. Ella amó a Dios totalmente y nos amó a todos como hijos al pie de la cruz (Jn 19,25-27).
La realeza de María no se mide en honores humanos, sino en la plenitud del amor vivido. Como enseña san Juan Pablo II, su corona es el resplandor de su caridad perfecta, que la hace cercana a cada hombre y mujer como madre solícita y abogada de misericordia.
San Efrén llamaba a María “la Reina gloriosa que lleva en su seno al Rey de reyes”. San Germán de Constantinopla la proclamaba “Reina del universo, porque has dado a luz al Creador del mundo”. Para ellos, la maternidad divina es inseparable de la realeza: Cristo reina sirviendo, María reina amando y conduciendo al pueblo de Dios hacia la obediencia de la fe.
En medio de los desafíos de nuestro tiempo —la indiferencia religiosa, la soledad, las tensiones sociales y familiares— María Reina se nos presenta como signo de esperanza. Su vida nos recuerda que la grandeza del cristiano no está en el poder, sino en la fidelidad al amor de Dios y en el servicio generoso al prójimo.
Como Rut, podemos decirle al Señor: “Donde tú vayas, iré yo”. Y como María, podemos responder cada día con un “hágase” confiado. Esta actitud abre caminos de reconciliación, de paz y de esperanza para las familias, para los jóvenes que buscan sentido, y para los ancianos que se sienten olvidados.
La realeza de María nos enseña que la verdadera grandeza se encuentra en la entrega humilde y en el amor sin medida. Acojamos a María Reina como Madre cercana, que intercede por nosotros y nos llena de consuelo.Vivamos el mandamiento del amor en lo concreto: una palabra de aliento, un acto de perdón, un servicio sencillo, sabiendo que así participamos de la victoria de Cristo.
Celebrar a la Bienaventurada Virgen María, Reina, es renovar nuestra certeza de que el futuro está en manos de Dios y que no caminamos solos. Con Ella aprendemos a vivir alabando al Señor toda la vida, confiando en que la caridad es la ley suprema y el camino más seguro hacia la gloria.
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