La misericordia que transforma: cuando el amor de Dios nos llama a volver a empezar
Lunes 6 de octubre de 2025
– Semana XXVII del Tiempo Ordinario
Memoria de San Bruno, presbítero
Mes del Santo Rosario y Mes de las Misiones
1. La Palabra que nos interpela
Hoy la liturgia nos invita a adentrarnos en dos escenas profundamente humanas y divinas a la vez. En la primera lectura (Jonás 1,1–2,1.11), encontramos al profeta que huye del plan de Dios, tratando de escapar del llamado que lo incomoda. Y en el Evangelio según san Lucas (10,25-37), Jesús nos entrega la parábola del Buen Samaritano, una de las cumbres del Evangelio del amor. Ambas lecturas dialogan entre sí: Jonás representa el corazón que huye del compromiso; el Samaritano, el corazón que se detiene y se deja conmover.
Jonás es llamado a ir a Nínive, ciudad símbolo del pecado, pero él toma el camino contrario. Se embarca hacia Tarsis, buscando el lugar más lejano posible. Su fuga, sin embargo, no lo separa del amor de Dios, que se vale del mar embravecido y del vientre del pez para hacerlo entrar en sí mismo. Desde lo más profundo, el profeta clama: “En el peligro grité al Señor y me atendió”. Esa oración —recogida hoy como salmo— es un canto a la misericordia divina que nunca se cansa de dar segundas oportunidades.
En el Evangelio, un doctor de la ley pregunta a Jesús: “¿Y quién es mi prójimo?”. Jesús responde con un relato donde el amor se hace acción concreta. No son los religiosos ni los entendidos de la ley los que encarnan el mandamiento del amor, sino un extranjero, un samaritano. El verdadero prójimo es aquel que se detiene ante el dolor del otro y actúa con compasión.
2. La conversión del corazón que huye
Jonás nos recuerda que todos tenemos dentro un mar que nos agita: la resistencia al plan de Dios, el miedo a la misión, la tendencia a huir cuando el amor exige sacrificio. Pero Dios no se cansa de nosotros. Él permite que experimentemos las consecuencias de nuestras fugas, no para castigarnos, sino para que desde el vientre de nuestras tormentas aprendamos a orar de verdad.
San Agustín enseña que el ser humano puede huir de Dios, pero jamás escapar de su amor. En sus Confesiones declara: “Tú estabas dentro de mí, y yo fuera; y por fuera te buscaba” (Conf. V, 2, 2). Y añade: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (Conf. I, 1, 1). Así comprendemos que aunque el hombre se aleje, Dios lo busca para atraerlo hacia sí, porque lo ama más de lo que él mismo se ama.
En el fondo, el libro de Jonás no es la historia de un profeta desobediente, sino la de un Dios obstinado en salvar. Nos enseña que ninguna huida es definitiva cuando la misericordia divina nos persigue con ternura.
3. El amor que se hace camino
El samaritano del Evangelio no pregunta quién merece su ayuda. Simplemente ve, se detiene, se compadece y actúa. Su ejemplo es el rostro visible de Cristo mismo, el Buen Samaritano de la humanidad. Él se inclinó sobre nuestras heridas, nos levantó del camino del pecado y nos llevó al albergue de su Iglesia, donde nos cura con el vino de su Sangre y el aceite de su Espíritu.
El Papa Francisco lo expresa bellamente: “El amor no es un sentimiento estéril o pasajero, sino una fuerza que impulsa a salir de sí mismos para cuidar de los demás.” (Fratelli tutti, 1). Hoy, en el mes del Rosario y de las Misiones, esta parábola nos recuerda que la fe auténtica no se mide por lo que decimos, sino por la capacidad de hacer de nuestra vida un camino de compasión.
Ser misioneros no es viajar a tierras lejanas necesariamente. Es mirar al herido del camino que tenemos al lado —el anciano abandonado, el joven desorientado, el migrante que busca esperanza— y hacernos prójimos. La misión comienza cuando dejamos de mirar hacia otro lado.
4. San Bruno: el silencio fecundo del amor
La figura de San Bruno (siglo XI), fundador de la Orden de los Cartujos, ilumina este día. Su vida fue un canto al silencio contemplativo. Renunció a honores y cátedras para retirarse a la soledad del desierto, donde encontró en el silencio el lenguaje del amor divino. En un mundo saturado de ruido, San Bruno nos enseña que sólo quien aprende a callar ante Dios puede oír el clamor de los hermanos.
Como Jonás, él escuchó la voz del Señor; pero, a diferencia del profeta fugitivo, Bruno respondió con prontitud, abrazando la cruz de la renuncia y la oración. Su legado nos recuerda que la misión más profunda brota del silencio que escucha y del corazón que ora.
5. María, Misionera del amor
En este mes del Santo Rosario, la Virgen María nos enseña el camino de la compasión activa. Ella también “se levantó y fue deprisa” (Lc 1,39) al encuentro de su prima Isabel. No esperó ser llamada, sino que salió al encuentro. Así debe ser la vida cristiana: una peregrinación constante hacia los demás, llevando la alegría del Evangelio.
Cada Ave María rezada con amor es una semilla misionera. El Rosario no es evasión, sino contemplación que impulsa a la acción. Al meditar los misterios de Cristo, aprendemos a mirar el mundo con los ojos del Samaritano y a responder con la docilidad de Jonás renovado.
6. Para nuestro caminar cristiano
Oración final
Señor Jesús, Buen Samaritano de nuestras almas, detente hoy junto a nuestras heridas y cúralas con tu amor. Enséñanos a detenernos también nosotros ante el dolor del prójimo, sin miedo ni prisa, con el corazón abierto. Que tu Espíritu nos renueve como a Jonás, para cumplir con alegría la misión que nos confías. Y bajo la mirada maternal de María, Reina del Rosario, haznos testigos de esperanza en medio del mundo. Amén.
“La misericordia de Dios siempre nos alcanza, incluso cuando creemos estar lejos. En su amor, siempre hay un nuevo comienzo.”
Pbro. Alfredo Uzcátegui.
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