La importancia de la formación permanente y la educación en la fe
"En todo amar y servir"
En nuestra vida diaria, comprendemos que para desempeñarnos con éxito en el mundo laboral o profesional es necesario estudiar, capacitarnos, actualizarnos y, en muchas ocasiones, invertir tiempo, esfuerzo y recursos. Nadie se sorprende cuando debe pagar por un curso, un libro especializado o un taller que le ayude a crecer profesionalmente.
Sin embargo, cuando se trata de la formación en la fe, a veces olvidamos que el mismo principio se aplica —y con mucho mayor motivo—, porque lo que está en juego no es solamente nuestro éxito humano, sino nuestra salvación eterna.
1. La formación en la fe: una necesidad vital
La Iglesia nos enseña que la fe es un don de Dios, pero también una tarea que requiere cultivo. El Catecismo de la Iglesia Católica (n. 1785) recuerda que debemos “educar nuestra conciencia” para obrar bien. Esto no se improvisa: exige estudio de la Palabra de Dios, conocimiento de la doctrina, discernimiento a la luz del Magisterio y apertura a la guía de quienes tienen la misión de enseñarnos.
Así como un médico no se conforma con lo que aprendió hace veinte años y un maestro se actualiza para mejorar su enseñanza, el discípulo de Cristo ha de crecer continuamente en el conocimiento de su fe. San Pedro nos exhorta: “Estén siempre dispuestos a dar razón de su esperanza” (1 Pe 3,15). Y para dar razón de nuestra esperanza, hay que conocerla y vivirla.
2. La inversión personal en la formación
Es un error pensar que en la Iglesia todo debe ser gratuito y “regalado”. La gratuidad del Evangelio no significa ausencia de esfuerzo personal ni de compromiso. Cristo nos lo recordó: “El obrero merece su salario” (Lc 10,7).
La formación de calidad implica recursos: materiales, espacios, tiempo de formadores, herramientas digitales, libros. Así como invertimos en una computadora para trabajar o en una suscripción para aprender un idioma, invertir en nuestra educación en la fe es una forma concreta de amar a Dios con toda la mente (cf. Mt 22,37).
Cuando invertimos en nuestra formación, no solo crecemos nosotros; ayudamos a la Iglesia a sostener sus obras y aseguramos que otros también reciban formación sólida. Un creyente bien formado es libre de supersticiones, firme ante las ideologías y capaz de transmitir con alegría y fidelidad la enseñanza de Cristo.
3. Formación y autenticidad de vida
Cuanto más conocemos a Cristo y su Iglesia, más coherente y auténtica se vuelve nuestra vida cristiana. El conocimiento ilumina la fe, y la fe encarnada en la vida da sentido a nuestras acciones.
Un cristiano formado no vive de emociones pasajeras ni de modas religiosas, sino que sabe discernir, decidir y actuar en comunión con la Iglesia. Además, la formación permanente nos hace colaboradores generosos: aportamos ideas, tiempo, talentos y recursos para la edificación del Reino. Ponemos los dones que Dios nos ha confiado al servicio de los demás, y nuestra vida deja de ser rutinaria para convertirse en misión.
4. Una vida con propósito y plenitud
La formación en la fe no es un fin en sí mismo, sino un medio para amar y servir mejor. San Ignacio de Loyola lo resumió magistralmente: “En todo amar y servir”.
Cuando invertimos en conocer más a Dios, descubrimos que cada momento, cada talento y cada relación puede convertirse en ofrenda. Vivimos con propósito porque sabemos quiénes somos, a quién pertenecemos y hacia dónde vamos.
5. ¿Cómo saber si necesito invertir en mi educación en la fe?
Podemos reconocer la necesidad de formarnos más cuando:
No sabemos explicar lo
que creemos.
Si alguien nos pregunta por qué somos católicos o qué significa un sacramento y
respondemos con frases vagas o con “porque siempre lo he hecho así”, es señal
de que necesitamos profundizar.
“Mi pueblo perece por falta de conocimiento” (Os 4,6).
Nuestra fe se debilita
ante dudas o críticas.
Si una conversación, noticia o comentario en redes nos hace tambalear y no
tenemos argumentos claros, es momento de reforzar nuestra base doctrinal.
Confundimos prácticas
piadosas con supersticiones.
Si no distinguimos entre tradición auténtica y costumbres sin fundamento,
corremos el riesgo de alejarnos del verdadero sentido de la fe.
Vivimos la fe de forma
rutinaria.
Si orar, participar en la misa o leer la Biblia nos parece más por costumbre
que por convicción, necesitamos renovar nuestro conocimiento y experiencia
espiritual.
Queremos servir mejor,
pero no sabemos cómo.
El deseo de ayudar en la parroquia, enseñar catequesis o acompañar a otros
exige formación para no transmitir errores y para guiar con amor y verdad.
6. ¿Qué debo hacer para corresponder a mi formación como discípulo del Señor?
Comprometer tiempo y
recursos.
Igual que apartamos tiempo y dinero para otros estudios, reservar un
presupuesto y un espacio en nuestra agenda para cursos, libros y talleres de formación
cristiana.
Unirme a un itinerario
formativo serio.
Buscar en mi parroquia, diócesis o en plataformas confiables de la Iglesia
cursos de Biblia, catequesis, doctrina social, liturgia o apologética.
Estudiar con apertura y
perseverancia.
No basta con “oír algo bonito” en una charla. Tomar notas, leer los textos
recomendados, repasar lo aprendido y aplicarlo en la vida diaria.
Vivir lo aprendido.
La formación no es solo para “saber más”, sino para amar más y servir mejor.
Compartir lo recibido.
Jesús nos envió a “hacer discípulos” (Mt 28,19). Lo que aprendo debo
comunicarlo con mi testimonio y mis palabras.
Sostener la obra
formativa de la Iglesia.
Ser consciente de que los programas, materiales y docentes requieren apoyo. Ser
generoso para que otros también puedan acceder a una formación sólida.
Si sentimos que nuestra fe no nos impulsa a actuar con alegría, que nuestros argumentos son débiles, que vivimos en “piloto automático” o que nuestro servicio es improvisado, entonces necesitamos invertir en nuestra formación.
La mejor manera de corresponder es comprometerse a aprender, vivir y transmitir el Evangelio con todo lo que somos y tenemos. Porque cuando la fe se cultiva, florece; y cuando florece, da fruto abundante para la gloria de Dios y el bien del prójimo.
Pbro. Alfredo Uzcátegui.
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